viernes, 29 de octubre de 2010

VIII-IX. El suicida a punto de perder el control - Yo también espero que mi cadáver sea respetado

El suicidio es el acto irracional por excelencia: un sistema, creado para sobrevivir durante el mayor tiempo posible, decidiendo su propia muerte es resultado de la ausencia total de voluntad de ser: el suicida sabe o entiende el tamaño de su acción y aun así continúa: su voluntad enferma lo lleva a una contradicción biológica: anularse. Por supuesto, los demonios que atormentan al suicida no pueden ser comprendidos si no se es un suicida, siquiera en potencia, resultando un desatino juzgar su acción.

Quizás el suicida –si es escritor– retrasa el acto final ante la necesidad de que la última línea no sea una estupidez total o no esté a la altura de las circunstancias. Pero es realmente difícil no pensar que se puede mejorar la supuesta última línea o la escrita no acierte a decir todo y, peor aún y como seguramente ocurrirá, sea interpretada de manera equívoca (así que el suicidio se deja para otro momento, tal vez para otra vida).


Encuentro cierta vanidad en la pobreza material o espiritual ostentada por todo filósofo o poeta, como si la miseria de su obra pudiera ser salvada gracias a un estoicismo de cabaret o una ocurrencia. Yo, como escribió Jaime Sabines, "es claro que no quiero que me entierren", pero si el mundo ha tratado con una maravillosa indiferencia mi vida, lo mismo espero de mi muerte; distinto me gustaría que ocurriera con mi obra -donde dejaré mis búsquedas circulares, todas las preguntas y las muy pocas respuestas que habré inventado-, leída por dos o tres escritores equivocados ("aquí donde nadie me escucha", como escribió Federico Gamboa).

El suicida Cesare Pavese anotó en su diario, El oficio de vivir, el 18 de agosto de 1950: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Justa manera de terminar.

domingo, 24 de octubre de 2010

XV. El no blues de Fidel del Ángel y La memoria salvada

A Mamá Conchita, que me contó la historia

[Ojalá pudiera escribir el blues de Fidel del Ángel, pero estas líneas no son más que lo poco que sé.]

Cuenta Mamá Conchita, también llamada Marina –hermoso nombre sin duda–, que mi abuelo materno, Fidel del Ángel, llegó desde Veracruz: dicen que era callado, aunque todos saben que ser mal hablado nunca fue su cruz, sino su santo y seña. Algunos ven algo de él en mí, así que en ocasiones he atribuido mi pereza al hablar (no le recuerdo una conversación) a una herencia familiar y, algo más, un carácter, por ratos, intransigente y bastante orgulloso; pero seguro todo eso, para bien o para mal, es mi responsabilidad.

Fidel, papá Fidel como lo llamaba, comenzó como campesino; luego, casado con Mamá Juanita, hermana de Mamá Conchita, abrió una cantina y el único cine del pueblo de Noh-Bec, que además fue teatro (se conservan todavía fotografías de mi mamá cuando le gustaba la danza), así como una tortillería y ser prestamista del pueblo y casa de empeño. Por lo cual, ayudó a emborrachar a muchos e iluminó una ventana en una enorme pared blanca por donde Pedro Infante y el Santo llegaron a asomarse (Mamá Conchita debía ir a Mérida por las películas).

Lamentablemente era todavía un niño cuando murió Mamá Juanita, primero, y Papá Fidel, después, resultándome vago su recuerdo. Pero conservo en la memoria las visitas a Noh-Bec (yo nací y viví en Chetumal), el silencio y la noche con sus pies de espanto; el café en la cocina al llegar y la madrugada; el jardín con su rosal y el olor de la humedad del pueblo; la Iglesia (a la que recuerdo siempre vacía, deshabitada y de la que no creo haber conocido su interior), enfrente de la casa; el rifle en el cuarto, esperando, recordando batallas olvidadas; mi mamá cortándole el cabello, en el patio delantero; las incursiones con mi hermano al patio trasero, donde habitaban los naranjales... En alguna de esas visitas de fin de semana intenté ser dibujante, pero desistí.

Mi abuelo, cuenta Mamá Conchita, fue víctima de la envidia de los necios, que gracias a unos brujos le quitaron sus riquezas ante sus ojos; así, cerró la cantina, dejaron al pueblo sin aventuras en blanco y negro y ya no habrían nuevos buenos tiempos; aunque Fidel todavía tenía el sombrero bien puesto, los recuerdos de lo logrado y, por fortuna, le quedaba el recuerdo de Mamá Juanita y la alegría de Mamá Conchita, que lo trajo a descansar a Chetumal -la casa vendida y los cuartos, que tenían en Carrillo Puerto, también-. Poco a poco fue perdiendo la vista y las fuerzas, hasta que un 15 de septiembre, por la noche, lo vi por última vez: acostado, durmiendo.

Mamá Conchita, que hasta hoy se ríe de la muerte y está más viva que muchos otros, me cuenta su historia para que yo pueda tenerlos vivos en este no blues que, como la vida, acaba precipitadamente para dar lugar a otra historia.

sábado, 23 de octubre de 2010

XIV. Ramón Bravo, muerte en las aguas de la luz

Ramón Bravo Prieto (1925-1998), oceanógrafo, comunicólogo, investigador y ecologista, excelente buceador (promotor del buceo nocturno) y acompañante ocasional de los tiburones, murió -cuenta mi tío- mientras cambiaba un foco. Quizás, como el cuento de García Márquez, murió ahogado en la luz que brotó al quitarlo, porque era inexperto en esas aguas. Casi del modo en que muere la poeta mexicana Rosario Castellanos, a quien el poeta mexicano Jaime Sabines escribió: "Sólo una tonta podía dedicar su vida a la soledad y al amor. / Sólo una tonta podía morirse al tocar una lámpara, / si lámpara encendida, / desperdiciada lámpara eras tú. / Retonta por desvalida, por inerme, / por estar ofreciendo tu canasta de frutas a los árboles, / tu agua al manantial, / tu calor al desierto, / tus alas a los pájaros [...]" (Recado a Rosario Castellanos). Bravo, miembro de aquellos que equivocaron camino y nacieron sujetos a la tierra, hombres marinos que se marean en tierra firme, desde su muerte habita la Cueva de los Tiburones Dormidos, Isla Mujeres (otros, que también equivocamos camino, extraños en el mar y la tierra, nos queda la esperanza del cielo).

viernes, 22 de octubre de 2010

XIII. Hidalgo, el tlatoani

Quizá Miguel Hidalgo es un ejemplo de continuidad y ruptura en la historia de México, como la consideraría el escritor mexicano Octavio Paz. Esto es, porque en la organización prehispánica el tlatoani huey o gobernante, era un guerrero al mismo tiempo que un hombre vinculado a la religión, un hombre divino. Así, los indígenas que siguieron a Hidalgo, al que consideraron un iluminado y en contacto con un mundo superior, hicieron lo que siglos antes habían hecho sus antepasados, incluso, se debe agregar, alimentar con su sangre la tierra.

En cuanto a la ruptura, otro elemento imprescindible en la historia del hombre, la encuentro en que ahora los dioses son uno solo: la virgen de Guadalupe y una religión ajena al desarrollo histórico mesoamericano; aunque, como bien señaló Paz, la religión mesoamericana tuviera unos mismos dioses, pero con diferentes nombres, como bien podríamos decir de esta época de oscuridad en la que vivimos.