domingo, 24 de octubre de 2010

XV. El no blues de Fidel del Ángel y La memoria salvada

A Mamá Conchita, que me contó la historia

[Ojalá pudiera escribir el blues de Fidel del Ángel, pero estas líneas no son más que lo poco que sé.]

Cuenta Mamá Conchita, también llamada Marina –hermoso nombre sin duda–, que mi abuelo materno, Fidel del Ángel, llegó desde Veracruz: dicen que era callado, aunque todos saben que ser mal hablado nunca fue su cruz, sino su santo y seña. Algunos ven algo de él en mí, así que en ocasiones he atribuido mi pereza al hablar (no le recuerdo una conversación) a una herencia familiar y, algo más, un carácter, por ratos, intransigente y bastante orgulloso; pero seguro todo eso, para bien o para mal, es mi responsabilidad.

Fidel, papá Fidel como lo llamaba, comenzó como campesino; luego, casado con Mamá Juanita, hermana de Mamá Conchita, abrió una cantina y el único cine del pueblo de Noh-Bec, que además fue teatro (se conservan todavía fotografías de mi mamá cuando le gustaba la danza), así como una tortillería y ser prestamista del pueblo y casa de empeño. Por lo cual, ayudó a emborrachar a muchos e iluminó una ventana en una enorme pared blanca por donde Pedro Infante y el Santo llegaron a asomarse (Mamá Conchita debía ir a Mérida por las películas).

Lamentablemente era todavía un niño cuando murió Mamá Juanita, primero, y Papá Fidel, después, resultándome vago su recuerdo. Pero conservo en la memoria las visitas a Noh-Bec (yo nací y viví en Chetumal), el silencio y la noche con sus pies de espanto; el café en la cocina al llegar y la madrugada; el jardín con su rosal y el olor de la humedad del pueblo; la Iglesia (a la que recuerdo siempre vacía, deshabitada y de la que no creo haber conocido su interior), enfrente de la casa; el rifle en el cuarto, esperando, recordando batallas olvidadas; mi mamá cortándole el cabello, en el patio delantero; las incursiones con mi hermano al patio trasero, donde habitaban los naranjales... En alguna de esas visitas de fin de semana intenté ser dibujante, pero desistí.

Mi abuelo, cuenta Mamá Conchita, fue víctima de la envidia de los necios, que gracias a unos brujos le quitaron sus riquezas ante sus ojos; así, cerró la cantina, dejaron al pueblo sin aventuras en blanco y negro y ya no habrían nuevos buenos tiempos; aunque Fidel todavía tenía el sombrero bien puesto, los recuerdos de lo logrado y, por fortuna, le quedaba el recuerdo de Mamá Juanita y la alegría de Mamá Conchita, que lo trajo a descansar a Chetumal -la casa vendida y los cuartos, que tenían en Carrillo Puerto, también-. Poco a poco fue perdiendo la vista y las fuerzas, hasta que un 15 de septiembre, por la noche, lo vi por última vez: acostado, durmiendo.

Mamá Conchita, que hasta hoy se ríe de la muerte y está más viva que muchos otros, me cuenta su historia para que yo pueda tenerlos vivos en este no blues que, como la vida, acaba precipitadamente para dar lugar a otra historia.

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